Si un pueblo se abandona de la justicia,
habrá perdido uno de los grandes soportes que le dan sentido a su existencia.
Radbruch la clasifica entre los valores
absolutos, como el bien, la verdad y la belleza, y Cicerón expresó de ella, que
era “inclinación del alma que da a cada uno lo suyo”. Por eso, la vieja
filosofía griega nos ha legado una leyenda según la cual “cuando los hombres
quisieron fundar la ciudad, los dioses para hacer posible que la ciudad
perdurase, le dieron como regalo inapreciable la justicia”.
Y bien. Nunca la opinión de los
Congresistas se han formado realmente un serio propósito, consistente y
perdurable en torno a nuestra administración de justicia. Se cree ingenua o malintencionadamente
que con afrentar a Magistrados y jueces, como lo hizo el anterior Presidente, o
con elaborar estatutos deficientes se soluciona el problema. Lo ocurrido con
esta ominosa “reforma”, fue un ostensible repudio a todos los principios que
soportan la excelsitud de la justicia, mancillando la propia piel transparente
de la patria, pues evidentemente, como sostuvo Platón, la justicia es la razón
de ser del Estado, su piedra angular.
Este panorama de destrucción institucional
que estamos viviendo como legado del Señor Uribe, no es un designio divino de
obligatorio cumplimiento: es la consecuencia de políticas abyectas que hay que
remediar. Los Congresistas no son guardianes, como debieran serlo, de la moral
pública, tampoco intrépidos defensores de los intereses nacionales en todos los
aspectos de la vida republicana. No
entienden cual es su misión y en que consisten sus responsabilidades, ni para
que son sus funciones dentro del contexto jurídico de la Carta, con la cual
contamos.
Ningún colombiano ignora que el complejo
proceso de males se recrudeció, por desgracia, por la poca atención que el
anterior Presidente y el Congreso le pusieron a las prácticas vitandas,
impulsadas por los parapolíticos y núcleos importantes de ese Gobierno, a
despecho de la tradición jurídica y ética universal cambiándola por la sola y
siniestra voluntad de unos paramilitares que le impusieron su propia ley al
Estado. Ese Gobierno al que nos hemos referido se comprometió en una tarea de
apaciguamiento que confundió con la entrega del orden jurídico y moral de la
República. Evidentes ataduras con la delincuencia común.
La política torció su rumbo de servicio
público, para convertirse en un negocio de trastienda venal que ha acomodado
por el atajo de torcidas intenciones, la legislación a los intereses de los
delincuentes. En las horas de tinieblas del
Congreso, por ejemplo, se ha conspirado abiertamente contra la institución
democrática, al eliminar el régimen de inhabilidades; la detención preventiva
establecida por 36 horas, para evitar obstrucción de la justicia; se legisló
con estulticia en causa propia blindando a los Congresistas contra los hechos
punibles de la parapolítica; aberrantemente se descorrió el velo de la
intención proditoria de implantar la abominable impunidad; se suprimió a la
Comisión de Investigación de la Corte Suprema, que sobresalientemente ha desempeñado
su función, como una autentica cruzada para
ponerle valladar infranqueable a los hampones de la parapolítica; los presos en
la hora fatídica saldrían libres, sin que la justicia pudiera abrirse paso en
su sagrada misión, sin poder conservarse el orden jurídico. Es el olvido de los
reales destinos de la dignidad y eficacia de la justicia. Sencillamente porque el delito con la actitud
permisiva del Congreso fue elevado oficialmente como fuente del derecho. Y, al
propio tiempo se bendice con la aquiescencia oficial un pasado atroz manchado
por los más horrendos crímenes de los paramilitares. Todo esto vergonzosamente nos indica que el
orden político, se convirtió en agencia del poder individual. Tiendas de
campañas electorales, y no más.
No se puede montar un escándalo de las
proporciones del que fuera montado, con pruebas concretas de desafecto a la Ley
y a la Moral. Es un desprecio por el País que pueda exhibir cuerpo alguno
deliberante. En esta comedia de
equivocaciones constitucionales y morales, intervino el Gobierno Nacional,
consagrando la reforma con aguas bautismales. Y causa horror que las Cortes,
dedicadas a hacer la luz en el desorden que nos rodea, a la labor de sanidad
espiritual, hubiesen transigido con el engendro de reforma, desluciendo la
toga, hecho que les está vedado.
En medio de la tempestad, en un acto
plausible afortunadamente, asumió el
Presidente una posición de arrepentimiento, de enmienda y sobrepuso - en forma
no ortodoxa - el interés Nacional a los acontecimientos adversos que socavarían
para siempre la justicia y el Estado de Derecho, deteniendo los intereses de
los depredadores legales.
La historia ha demostrado que la peor
desgracia que puede acontecerle a un pueblo, es la de destruir, desarticular o
vejar a su justicia.
Es el “Suplicio de Tántalo”, por ignorar el
don de la justicia que lleva a los hombres a ignorar los límites de la ética.
Por allá en la época de los romanos se sentenció: “Corruptio Óptima, Pésima”,
la corrupción es lo mejor de lo peor. Sentencia que subsume el aberrante
conciliábulo de la comisión de conciliación prevaricadora.
Estamos en el instante preciso de que la
inteligencia colombiana asuma la personería del destino histórico de Colombia.
Han hecho los Congresistas, la mala historia, que deja sin piso la razón de ser
del organismo. Porque la buena se hace con visión y grandeza.