Mario González Vargas
Las trágicas muertes que se
producen en el país en territorios sembrados de coca, pero huérfanos de la
presencia de la institucionalidad, revela el mayor reto que el Estado
colombiano enfrenta porque desnuda la magnitud de la amenaza que se cierne
sobre la vida de los colombianos y la seguridad e integridad del territorio
nacional. Conjurar ese inmenso desafío requiere no solo de la unión nacional,
hoy esquiva, sino también de una alerta conciencia ciudadana sobre los peligros
que se ciernen sobre Colombia.
La violencia en algunos
territorios nacionales no debe verse solamente como efectos residuales de la
violencia guerrillera, porque obedece a dinámicas diferentes y a escenarios
geopolíticos que desbordan ampliamente a los que alimentaron la confrontación
con las organizaciones subversivas. Hoy, la lucha no es simplemente por el
poder, a la usanza de las Farc, ni se concentra exclusivamente en el
narcotráfico y la minería ilegal y los réditos que ellas generan, con las que
se persiguen dominio de territorios
carentes de institucionalidad, sino que responde a intereses geoestratégicos
que apuntan al derrumbe de la democracia colombiana y a la alineación del país
en las filas progresistas que no renuncian a un colectivismo trasnochado que
aún perciben como la punta de lanza contra el sistema capitalista. Su tarea se
ha visto facilitada por la desidia del Estado para extender y asegurar su
presencia en todo el territorio nacional, lo que ha permitido la expansión de
grupos armados ilegales a expensas del aparato estatal, y que gozan, además,
del apoyo de Maduro que ha convertido a Venezuela en la retaguardia y santuario
de todas las organizaciones criminales que siembran la muerte en Colombia. En
ese contexto el terror se convierte en instrumento de control de territorios y
comunidades y las masacres en el procedimiento extremo y sangriento para hacer
de la violencia la herramienta de poder. En esa contienda, sin límites de
humanidad, toda atrocidad se le adjudica al gobierno y todo esfuerzo por
mitigar la violencia se estigmatiza como violación de derechos humanos, quizás
porque se percatan que en Colombia hemos sido más exitosos en cimentar la
democracia que en construir Estado.
Esa guerra de todas las
organizaciones criminales entre ellas, y de ellas contra el Estado, se ve ahora
potenciada por la adquisición de misiles iraníes por Maduro para uso del ELN,
las Disidencias de las Farc, Nueva Marquetalia y demás grupos criminales que
suponen una amenaza nunca experimentada por Colombia y que goza de solidaridad
en sectores políticos legales del país. Hoy más que nunca se requiere una
política de seguridad integral, con visiones regionales, que apunte al control
territorial, la protección de la población y la desarticulación de los aparatos
criminales. La creación del cuerpo élite, la aspersión aérea de cultivos de
coca y el plan de zonas futuras, son un buen principio, pero deben
complementarse con el desmantelamiento de las estructuras criminales y el
fortalecimiento y presencia del Estado en todo el territorio que le permita
ejercer el monopolio de la violencia legítima.
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