---------------------------------Por Gerardo Delgado Silva
Como a otros pueblos en el
pasado, a los colombianos nos está tocando pagar ahora un precio exorbitante
por circunstancias que facilitaron entre nosotros el florecimiento del imperio del mal: la corrupción, la
violencia, la industria mortal del narcotráfico, ese proceso vitando que nos ha
causado inmensos daños en lo moral, en lo político y en lo económico.
Toda una marcha ominosa del
delito, contra la cual el Gobierno del Presidente Santos, adelanta una
verdadera cruzada en favor de la razón de ser del Estado, es decir, la justicia
y su eficacia, en este necesario combate para ponerle un valladar
infranqueable, al temible legado del señor Uribe.
Pero la justicia entraña a la
vez derechos y deberes. Derechos en cuanto nos protege; deberes en cuanto exige
nuestra cooperación. Infortunadamente lo de los deberes no siempre se cumple,
porque realmente existe, por parte de muchos ciudadanos, temerosa complicidad
ante la acción de las mafias, el hampa y los delincuentes de toda condición, lo
cual no solo indica perversión de las costumbres sino que implica torpe barrera
para la eficiente aplicación de la ley.
Es innegable que se ha
llegado a extremos indecorosos de tal magnitud que afrentan la tradición otrora
respetable de nuestra nacionalidad.
Una suerte de anestesia
pública ha inhibido la respuesta ciudadana a los desmanes cometidos en el
gobierno anterior, con las más ominosas violaciones de los derechos humanos, no
obstante la desesperada aspiración del pueblo colombiano por la justicia. Es
indispensable que el país contribuya en la decisión imperturbable del
Presidente Santos de abrirle caminos a la sanidad espiritual, para alcanzar la
finalidad redentora de garantizar el Estado
Social de Derecho, cuyas instituciones se ven vulneradas por actos que
destruyen su autoridad y convierten los organismos en instrumentos violatorios
de toda fórmula moral, socavando los fundamentos mismos de la República.
El Presidente, está en otras palabras despejando la ruta
para reconstruir a Colombia.
Es un recuerdo oportuno.
Atendiendo al ideal griego, advertimos que, dotado el hombre de raciocinio, no
ha de vivir solamente, sino vivir honestamente,
porque su vida tiene que correr parejas con los ideales elevados que ha concebido
la razón. Para cumplir este fin, es indispensable la existencia de una vida política y social. La organización
política representa por esto, la forma suprema de la vida.
La concepción griega del
Estado, como entidad compuesta de todos los ciudadanos, exige una participación
activa de cada uno en la vida política. De aquí que la teoría griega sobre el
Estado condujera, lógicamente a la democracia.
Lo que está claro es que, la
democracia en nuestra sociedad falla por sus bases, si existe o construirla
como en nuestro caso, se hace difícil, al tener que abrirse paso contra la que
es, nada menos, una quiebra moral generalizada. En estas circunstancias, la
pregunta obvia es: ¿Cómo se defiende una sociedad cruelmente atacada en forma
tan generalizada, que busca socavar sus fundamentos y derrumbarla?
No permitiendo la impunidad,
es la respuesta elemental, que se volvió tolerable en el anterior gobierno.
Los partidos políticos
aniquilados, convertidos en tiendas de campaña electoral, ya no representan
sino a una casta desacreditada y rechazada, la de los que buscan y encontraron
la forma de pelechar con los dineros públicos, en actividad profesional y
permanente, entregando a los más denigrantes estados antisociales el porvenir
del país.
Los que son símbolos de lo
bueno, en la Patria, a pesar de todo, creen que los partidos deben ser canales
insustituibles para el servicio público, desinteresado y generoso. Esas
reservas morales e intelectuales, están postradas, desprotegidas, bajo el alud
del clientelismo, una abierta conducta criminal enlazada con el narcotráfico,
el paramilitarismo y los negociados de los contratistas.
Y dentro de ese orden de
ideas, ahí vienen las elecciones. Un imperativo para votar por los políticos decentes que aún quedan, los
que no son nihilistas. Para todos los ciudadanos ha llegado otro momento de
combatir el vórtice dantesco que aflige el rostro de la Patria. De mostrar su
valor o cobardía, su dignidad o su vileza, su grandeza o su miseria, su fuerza
para restablecer los valores, tan descaecidos ya, y se evite una degradación de
la conciencia colectiva.
Tal el inmenso reto que nos
han planteado estos años de oprobio, de comercio político y de inenarrable
destrucción. Pero en medio del dolor, la desolación los malos olores que
provienen de la olla podrida destapada, ciertos grupos políticos con descarado
cinismo y perfidia, detrás de la invocación del interés general tienen un
beneficio directo, llámese congresista, concejal, diputado, alcalde,
gobernador, contratista. Reclaman los votos de la ciudadanía para continuar en
las mismas prácticas dañinas, medrando al amparo de su poder. Posiblemente ya,
en el enjambre de delitos contra mecanismos de participación democrática, los
tienen comprados directa o indirectamente o con la coautoría violenta de
paramilitares o subversivos, para constreñir a los sufragantes. La Nación toda
está en la obligación de tener conciencia de que sin Dios, ley y moral, no
puede haber progreso, fe ante los desafíos y fuerza para sortear todas las
dificultades que se derivan de esta situación de anormalidad jurídica y de
descomposición.
Anhelamos que la inteligencia
colombiana alumbre al País. Porque no está contaminada con el dolo, no ha
perdido su idealismo ni ha torcido el rumbo histórico de un pueblo que siempre
ha dado ejemplos enaltecedores de dignidad y de grandeza. Es el momento de
asumir con ánimo patriótico la personería del destino del País, para que no se
sepulten de modo definitivo los atributos y virtudes que los colombianos
creíamos imperecederos.
Lo que hace falta hoy a
Colombia es una política de la inteligencia, para que cese la pesadilla,
sigamos agitando nuestras banderas de la decencia y entonemos nuestro himno, en
la esperanza de encontrar la armonía de la Patria. Como en otra parecida ocasión lo recordó Cortázar,
no habremos hablado para el silencio.
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